Ilicitud de la eutanasia y suicidio asistido.

Ilicitud de la eutanasia y suicidio asistido.

José Joaquín Ugarte

En tramitación el proyecto de ley sobre eutanasia, nos parece urgente formular ciertas reflexiones sobre el tema. 

La ley en proyecto autoriza a dar muerte a una persona que lo pida, por padecer de una enfermedad incurable que le cause grandes dolores; y también autoriza la asistencia médica para el suicidio a personas que por tener un sufrimiento físico o mental constante e insoportable, manifiesten su voluntad en tal sentido hallándose libres de cualquier presión externa. Contra esto obran los siguientes argumentos:

I. El hombre no puede disponer de su vida. Ello es así porque él no es su autor, y solo el que es causa de una realidad puede disponer de ella. Solo Dios puede disponer de la vida. La misma declaración sobre derechos humanos de las Naciones Unidas señala que ellos son inalienables, y lo que es inalienable es también irrenunciable. 

II. La invocación de la libertad no es valedera. No lo es porque la libertad, en definitiva, es tendencia al bien presentado por el entendimiento, y es obrar a partir de uno mismo, es decir, de la propia naturaleza; y la ley natural es la inclinación al bien de la naturaleza inscrita en ella, de modo que la verdadera libertad de la creatura racional se identifica con la ley natural que la rige. Ahora bien, un primer precepto de la ley natural es conservar la vida, conservar el ser, por lo que quien quiere el suicidio, apartándose así de su naturaleza, no obra con auténtica libertad.

Además, ¿qué seguridad de libertad puede haber si la persona está condicionada por grandes dolores físicos o psíquicos? ¿Con qué lógica puede fundarse la autorización de la eutanasia o el suicidio asistido en la libertad? 

¿Cómo podría el Estado proclamar un derecho al suicidio si anula por falta de libertad los contratos de trabajo por un salario inferior al mínimo, y obliga a los trabajadores a hacer imposiciones previsionales, etcétera? 

¿Cabría censurar, entonces, por atentar contra la libertad, a los que tratan de salvar al que ha incurrido en conducta suicida, y aún no ha muerto, auxilio que todos prestan instintivamente, si les es posible, y que siempre se ha visto como algo laudable y meritorio? 

III. Matar al demente que quiere vivir, pero que cuando estaba cuerdo manifestó que en tal condición preferiría la muerte. En este caso se pone el famoso profesor norteamericano Ronald Dworkin, y sostiene que lo correcto es dar muerte a ese demente que ahora está contento con la vida. (“El dominio de la vida”, Ariel, Barcelona, 1994, pp. 295-299). Esta opinión, a más de resultar inhumana y contraria al más elemental sentido común, es insostenible, aun prescindiendo de la ley natural, desde que para querer un bien tan fundamental como la vida, intuitivamente deseable, no se necesita razonamiento alguno. 

IV. Se quebranta gravísimamente la ley natural. Todo lo que cambia, comienza a ser o es limitado tiene que tener en definitiva una causa primera, que no sea dependiente de otra: esa es Dios, quien imprime en la naturaleza de cada creatura una ordenación al bien que la planifica: tal es la ley natural, de la cual, como dice Cicerón, no puede desligarnos ni el pueblo ni el senado (“República”, III, 17). Es precepto primario de esa ley el de conservar la vida. El desconocimiento del carácter creatural del hombre con la consiguiente negación de la ley natural lleva a un precipicio. Fue así como Kelsen, insigne teórico de la autonomía de la ley positiva, judío de raza, que hubo de huir a Estados Unidos por la persecución nazi, llegó a sostener que las leyes de los Estados totalitarios que ordenaban la reclusión en campos de concentración y la matanza de personas de ideas, raza o religión consideradas socialmente indeseables eran jurídicamente válidas, por haberse generado en la forma prevista por el respectivo ordenamiento constitucional (“Teoría pura del derecho”, Porrúa, México, 1991, pp. 54-55).

Resulta así muy alto el precio intelectual y moral que se paga por liberarse de Dios, de la realidad de la verdad y del bien, y en definitiva del sentido común. 

Para terminar, hay que dejar en claro que la omisión de medios extraordinarios, por ser muy dolorosos, o muy ruinosos económicamente, o de muy difícil uso por alguna otra razón, no es eutanasia, ni siquiera pasiva, pues esta consiste en prescindir de medios usuales u ordinarios porque se quiere morir. 

Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio, el martes 2 de octubre de 2019.