18 Ago «Naturaleza y adopción»
Daniel Mansuy H.
¿Debe la ley permitir que parejas del mismo sexo puedan, en cuanto tales, adoptar hijos? Guste o no, esta pregunta ha dominado el debate en torno a la ley de adopción, como si se tratara de la única cuestión relevante. A falta de visiones de mundo articuladas, la discusión se desliza naturalmente hacia registros monotemáticos que solo reparan en una dimensión de la realidad. El resultado no deja de ser perturbador, pues una discusión fundamental -respecto de cómo mejorar los procesos de adopción- pasa a segundo plano, en virtud de la importancia que le atribuimos a la cuestión homosexual. Solo tenemos ojos y oídos para saber qué pasará con las parejas del mismo sexo: nada más capta ni atrae nuestro interés. Esto sugiere que nuestra preocupación principal no pasa tanto por los niños como por nuestras propias agendas.
De hecho, esta tendencia al registro monotemático termina modificando el objeto del debate: creemos que estamos discutiendo sobre adopción, pero en rigor llevamos semanas discutiendo sobre matrimonio homosexual. En efecto, si las parejas del mismo sexo pueden contraer acuerdo de unión civil y adoptar hijos, solo tendrán -a ojos de la ley- diferencias de orden simbólico con las uniones heterosexuales. La discusión sobre matrimonio perderá entonces casi toda su relevancia práctica. Una parte relevante del oficialismo sostiene una tesis perfectamente incoherente: muchos se oponen al matrimonio homosexual, pero aceptan la adopción, como si el matrimonio no estuviera directamente vinculado a la filiación.
El mismo Presidente ha quedado atrapado en estas dificultades. Recordemos que, siendo candidato, Sebastián Piñera se declaró contrario a la adopción homoparental. Sin embargo, una vez electo (por amplia mayoría, confirmando que las elecciones ni se pierden ni se ganan en este eje), su gobierno ha seguido un camino distinto, sin ofrecer explicación alguna. En su esfuerzo por cuadrar el círculo, la indicación propuesta por el Ejecutivo solo alimenta una indefinición insana para la democracia. Por un lado, el texto remite a las figuras paterna y materna, sin ninguna precisión adicional. Esto es particularmente complejo, porque sabemos que se trata de conceptos en disputa (y el propio oficialismo ha favorecido la total desvinculación entre sexo y género). Por otro lado, la indicación no establece ninguna prelación ni criterio de prioridad. Esto, desde luego, tiene un solo corolario: dado que los políticos no quieren decidir, los jueces terminarán haciéndolo en su lugar. Se trata de una abdicación de la más alta gravedad: ¿Qué legitimidad pueden tener políticos que se niegan a gobernar? Por más esfuerzos que uno haga, resulta difícil imaginar una actitud más miope.
Ahora bien, si la derecha queda en esta posición, es porque su dirigencia carece de las herramientas conceptuales mínimas para enfrentar algunos debates contemporáneos. En ese contexto, no puede sino defender torpemente sus banderas, o bien plegarse a las del adversario. Cada cual podrá tener la posición que quiera sobre la cuestión, pero lo menos que puede decirse es que la tesis progresista -que a muchos les parece tan evidente- tiene sus propias dificultades, y un breve razonamiento puede ayudar a detectarlas. Sabemos que, en términos generales, la adopción busca el bien superior del niño. Por lo mismo, el propósito es recrear las condiciones que se asemejen lo más posible a aquellas que el menor hubiera tenido de no requerir la adopción. No es extraño entonces que, hasta ahora, hayamos permitido la adopción a parejas heterosexuales (que ofrecen un entorno equivalente al de la gestación del niño), y también a personas solas (pues, de hecho, existe la monoparentalidad). En cambio, la adopción por parte de parejas del mismo sexo implica desconectar radicalmente la adopción de esas condiciones originales: ya no queremos recrear aquello que existe, sino que buscamos reconstruir enteramente la realidad. En esa lógica, el bien superior del niño pasa a ser un concepto vacío, pues ya no disponemos de criterios para hablar de “bien“. La alteridad sexual, que está en el origen de lo humano, se transforma en un dato accidental y prescindible. Nótese que si seguimos esta idea hasta el final, no tenemos ningún motivo para impedir que grupos de otras características puedan adoptar: ¿por qué reservar la adopción a uniones de carácter sexual? ¿No podrían entonces adoptar también, por decir algo, una madre y una hija? ¿Y por qué limitar la adopción a grupos de dos personas, si la dualidad solo se entiende en referencia a la naturaleza? Es paradójico, pero -como bien temía Foucault- la reivindicación homosexual critica a la naturaleza al mismo tiempo que se ata a ella.
Estoy consciente de que estas preguntas pueden parecer absurdas a más de un lector, sin embargo, son imprescindibles si queremos tomarnos en serio la pregunta inicial. La tesis progresista tiene presupuestos filosóficos que van mucho más allá de la cuestión homosexual: ¿En qué medida lo humano admite ser manipulado de ese modo? ¿O no cabría pensar más bien que nuestra antropología sugiere límites a nuestras posibilidades? Mientras no logremos formular estas preguntas del modo más honesto posible, nos estaremos condenando -aun sin quererlo- a seguir la máxima de los Clevis, esa pareja que Milan Kundera describe con talento en El Libro de la Risa y el Olvido: acatar servilmente aquella idea que mejor se acomoda al ambiente, sin dar razón de ella. Puede pensarse que los niños en busca de una familia se merecen algo más.
Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio.